Habitualmente, argumentamos la importancia de la educación con la mirada puesta, así debe ser, en sus contribuciones al educando. Nadie duda de que la educación tiene su razón de ser en el desarrollo integral de los alumnos en todas sus dimensiones, como individuos que se han de realizar personalmente, como seres sociales y para prepararlos para la vida profesional. Asumir esa responsabilidad educadora, teniendo en cuenta la identidad real del alumnado y los derechos de sus familias, no es un asunto menor, y está amenazado por diversas instrumentalizaciones que pueden pervertir su sentido. La educación no debe estar al servicio de causas políticas partidistas ni del adoctrinamiento, del signo que sea, ni debe estar al vaivén de modas pedagógicas (sí de las evidencias), y no debería entregarse, acríticamente, a cualquier narrativa de progreso tecnológico por deslumbrante que pueda parecer. La educación es, desde la doctrina de la Iglesia, una expresión profunda de la caridad. Así lo explicaba Benedicto XVI: “El ser humano necesita amor, el ser humano necesita verdad, para no perder el frágil tesoro de la libertad. […] La fe cristiana no hace de la caridad un sentimiento vago y compasivo, sino una fuerza capaz de iluminar los senderos de la vida en todas sus expresiones, […] de transformar la vida de las personas y las estructuras mismas de la sociedad”. Amor y conocimiento han de ir necesariamente unidos porque, en la antropología cristiana, la búsqueda de la verdad y del bien son inseparables.
Estudiar ciencias o humanidades no nos hace mejores personas. No hay garantía, decía Steiner, de que las humanidades humanicen; no hay garantía, podemos añadir, de que la ciencia o la tecnología traigan, sin más, el progreso. El congreso de febrero es una oportunidad para reivindicar que solo una búsqueda iluminada de la verdad en la caridad sentará bases cada vez más sólidas para la construcción de la sociedad.
La educación tiene su razón de ser en el desarrollo integral de los alumnos en todas sus dimensiones