Termina un curso que comenzó envuelto en un montón de dudas. Desde hacía muchísimos años, nuestras escuelas e instituciones educativas, nuestra sociedad, no tenían que hacer frente a una crisis sanitaria, por imprevisible y globalizada, tan compleja. El verano pasado estuvo lleno de incertidumbres, de revisión de protocolos, de replanteamientos y de mucha generosidad por todas las partes implicadas. Las decisiones organizativas de las Administraciones educativas y sanitarias, estatales y autonómicas, definieron el marco en el que, contemplando diversos escenarios en función de la evolución de la pandemia, habría que seguir cumpliendo con una tarea esencial para la sociedad: ayudar a los jóvenes a integrar con normalidad lo excepcional y a seguir acompañándolos, porque la vida sigue, en su crecimiento académico y escolar. Se reaccionaba, día a día, a las circunstancias, pero nunca se ignoró el horizonte. Completado el curso, podemos decir que la tarea se ha hecho bien, que los profesores, la escuela, han sabido estar a la altura del reto, que estamos ante un logro compartido y que es de justicia reconocer que, ante la adversidad, hemos sabido responder unidos. El desgaste emocional y el cansancio han sido grandes, pero el esfuerzo ha tenido sentido y ha merecido la pena.
También ha sido un año intenso y fecundo para la ERE. Además de las buenas noticias que llegaron con el informe sobre la clase de Religión de la Fundación SM, la reactivación, allá por octubre, del pacto educativo global y la implicación demostrada con la altísima participación del profesorado en el foro de currículo organizado por la Comisión Episcopal para la Educación y Cultura han dado fe de la vitalidad y de los retos que la ERE tiene por delante. Lo siguiente: la Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLOE) y el nuevo currículo de ERE. Pero, ahora, es tiempo de evaluar, de agradecer y de descansar.