La coronación de la ciudadanía
El pasado seis de mayo fue coronado Carlos III. Más allá del acontecimiento histórico y su repercusión, el asunto tiene, a mi modo de ver, una importancia trascendental en estos tiempos de ciudadanía global.
Por: Junkal Guevara
Tal vez porque estoy terminando el curso de libros históricos, ha venido a mi memoria el relato de la consagración del rey Salomón (1 Re 1,32-35). Y es que el acto en Westminster ha sido una auténtica liturgia religiosa para ungir y, así, consagrar y coronar al rey de un país que en 2023 se gobierna con una monarquía constitucional, alguna de cuyas leyes fundamentales, o sea, que le dan fundamento, datan de 1215 (Carta Magna). No solo eso; por ceñir la corona, sus reyes ostentan también desde 1534 la condición de gobernador supremo de la Iglesia y, como tal, “defensor de la fe”.
Así, el acto comenzó con la presentación del monarca a la comunidad por parte del arzobispo de Canterbury, primado de la iglesia de Inglaterra, y la aclamación por parte del pueblo a la voz de “¡Dios salve al rey!”. Luego, el rey juró sobre la Biblia el cumplimiento de las leyes de la comunión anglicana, e inmediatamente después fue ungido con la cruz en la cabeza, las manos y el pecho. Una vez ungido, fue investido con los signos de la realeza: el anillo, el cetro, la corona y el orbe del soberano, una representación del globo terráqueo coronado por la cruz. Por último, fue entronizado.
Durante la ceremonia, los ministros lucieron sus trajes litúrgicos; el aceite de la unción procedía de olivos del huerto de la agonía, y se consagró en el santo sepulcro; se escuchó Sadoc, el sacerdote, una pieza compuesta por Händel para la coronación de Jorge II en 1727; e incluso el papa Francisco envió una reliquia del lignum crucis para que procesionara junto a la cruz de Gales.
No faltaron kyrie, gloria, profesión de fe y una oración del consagrado: “Concédeme ser una bendición para todos tus hijos, de toda fe y convicción, para juntos descubramos los caminos de la mansedumbre y ser guiados por sendas de paz”.
Más allá de que uno sea británico o no, monárquico o no, quizá es importante advertir la naturalidad con la que los británicos han celebrado esta suerte de mezcla de política y religión que nos conecta con nuestro pasado bíblico, más que con nuestro presente de ciudadanos de una monarquía constitucional, la nuestra, en un estado cuya constitución afirma “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (artículo 16.3).
Quizá este acontecimiento histórico de la coronación de Carlos III puede hacernos reflexionar sobre la cuestión de la ciudadanía, y de su “ejercicio activo”; de las distintas facetas que despliega; de la impronta que dejan en su comprensión las distintas tradiciones, etc. Y, desde luego, puede ser una buena ocasión para visibilizar el trasfondo cristiano de la cultura occidental y, desde ahí, anotar su aporte a la construcción de la convivencia. De hecho, el primado de la Iglesia de Inglaterra declaró: “Para nosotros, se trata de una antigua tradición que contribuye en gran medida al sentido de identidad y continuidad de esta compleja sociedad moderna y a todo lo que aportamos al mundo en general”.
La identidad de un pueblo
De manera que se me ocurre agradecer esta consagración y coronación salomónica como expresión de una sana aceptación de la identidad religiosa de un pueblo, que se ha convertido en una oportunidad de ponderar el aporte de la vivencia religiosa a la construcción de los pueblos y, con ello, de una ciudadanía educada para lo global, multiforme, de fuertes identidades, pero respetuosa e inclusiva. Quizá, por eso de la memoria de Salomón, podemos entonar, a modo de himno de la ciudadanía global, estas palabras que la Biblia pone en su boca con motivo de la consagración del templo: “Aun si un extranjero, uno que no sea de tu pueblo, por causa de tu nombre, viene de tierras lejanas y ora hacia este templo (ya que se oirá hablar de tu nombre grandioso y de tu gran despliegue de poder), escucha tú desde el cielo, desde el lugar donde habitas, y concédele todo lo que te pida, para que todas las naciones de la tierra te conozcan y te honren como lo hace tu pueblo Israel, y comprendan que tu nombre es invocado en este templo que yo te he construido” (1 Re 8,41-42).
Desde luego, puede ser una buena ocasión para visibilizar
el trasfondo cristiano de la cultura occidental.