La lección ética de la pandemia
La crisis pandémica que está sacudiendo a Europa nos permite reflexionar sobre el estado real de los pilares que constituyen el proyecto compartido. ¿Qué lecciones éticas podemos extraer de esta situación?
Como ciudadano europeo he asistido a la inexorable propagación de la enfermedad, cuyo flagelo se ha ensañado ignorando las fronteras nacionales y las pertenencias sociales, contagiando tanto a jefes de Gobierno como a personas sin techo, prefiriendo a los ancianos, pero sin perdonar a los jóvenes. Una lección ejemplar de «democracia neutral». He apreciado la excepcional dedicación profesional del personal médico y asistencial, pero no he podido hacer lo propio con las mezquinas vacilaciones de una Unión Europea atrapada en las garras de egoísmos nacionalistas frente a las urgencias económicas de los países más necesitados, como tampoco he comprendido esa cierta arrogancia de las culturas anglo-nórdicas respecto de las culturas latinas y mediterráneas. La legítima diversidad de las culturas europeas no puede ni debe dar derecho a una indigna desigualdad de tratamiento. Tal cosa es discriminación. Así pues, como muchos otros conciudadanos, he constatado que la Unión sigue desunida hasta cuando logra fingir unirse frente a la tragedia común. Si esta Europa no sabe recuperar y fortalecer nuevamente la primordial visión humanística que le dio origen hace setenta años, su destino será la ausencia de futuro.
Como trabajador y consumidor europeo me he alineado sin demasiados perjuicios con las restricciones impuestas a las comunidades civiles de nuestros países durante estos meses. Pero, más allá del cambio de los ritmos de trabajo, de la forzada inmovilidad en el propio territorio, de la menor contaminación medioambiental en nuestras ciudades, de la utilización más cuidadosa de los recursos domésticos, del recurso a ultranza a la más amplia gama de redes sociales, no he podido dejar de reflexionar, a una luz nueva, sobre la patología estructural de un modelo consumista occidental que sigue depredando las energías naturales no renovables, contaminando las fuentes mismas de la vida y de la biodiversidad, maximizando las ganancias privadas a costa de la seguridad pública, …¡y fabricando y vendiendo armas hasta en aquellos lugares donde faltan medicinas, hospitales o escuelas! En esto doy la razón al teólogo Leonardo Boff cuando afirma que «después del coronavirus ya no va a ser posible continuar el proyecto del capitalismo como modo de producción, ni del neoliberalismo como su expresión política. El capitalismo solo es bueno para los ricos; para el resto es un purgatorio o un infierno, y para la naturaleza, una guerra sin tregua».
Como adulto europeo veo con preocupación qué marginal es la atención de las políticas europeas al destino de los jóvenes. Muchos son los jóvenes que pueblan hoy Europa, pero son demasiados los que carecen de una perspectiva de futuro. En su formación escolar y universitaria se los impulsa a adquirir una profesión que les garantice un bienestar material, sin saber que, hasta en un sano humanismo kantiano, los bienes materiales son un medio y no un fin. Sin embargo, y afortunadamente, muchos jóvenes alientan también otras ambiciones y otros sueños, saben vivir para otros valores. Por ejemplo, en estos meses de emergencia ha sido impresionante ver cuántos jóvenes son capaces de solidarizarse con los ancianos, en la familia, en los servicios sociales, en los hospitales. Son jóvenes menos afectados por el virus en cuanto a la salud, pero más penalizados por una economía en crisis, por una ecología en peligro, por una devastadora anemia de valores. La pandemia no dejará de abrirnos los ojos a los desequilibrios de la brecha generacional que la vieja Europa deja en herencia a las generaciones futuras. Hará falta una capacidad más decidida de la clase política y de las instituciones educativas para desarrollar proyectos orientados a construir mañana una Europa distinta.
Como educador y docente europeo me he visto obligado a reinventar mi profesión, a probar caminos nuevos para una didáctica a distancia, a improvisar soluciones de emergencia y a descubrir incluso insospechadas capacidades creativas en alumnos y colegas. Pero no me entusiasma para nada el énfasis que ciertos políticos, tertulianos y también algunos docentes están poniendo en una deseada digitalización a ultranza de la educación. No: la tecnología informativa es un recurso indudablemente útil y funcional desde muchos puntos de vista, pero no podrá reemplazar nunca la singular comunión asimétrica de espíritus que es propia de la tradicional enseñanza frontal entre maestro y alumno, ni podrá sustituir jamás el potencial de iniciación social del grupo de clase cuando se vive y se aprende codo a codo con jóvenes de la misma edad durante un largo período de la vida preadulta. Tanto en el ámbito educativo como en el médico, la ciencia y la técnica pueden hacer muchas cosas y están llamadas a hacer aún más —así nos lo ha mostrado justamente el espectáculo mediático de la pandemia—, pero nunca podrán reemplazar el indispensable factor humano.
Como creyente europeo he aprovechado la ocasión para redimensionar, también teológicamente, la presunta inderogabilidad (más jurídica que evangélica) de los ritos sacramentales, incluido el acontecimiento central de la comunidad eucarística. No me he sentido de acuerdo con aquellos párrocos o aquellas Conferencias Episcopales que pretendieron saltarse las medidas de prudencia comunes impuestas por las condiciones objetivas de riesgo sanitario. El sentido de una sana laicidad parece estar ausente en ciertos sectores del clero y de los fieles, que, de ese modo, quizá sin tener plena consciencia de ello, se hacen cómplices de un fatídico recrudecimiento del anticlericalismo y del agnosticismo, patologías notoriamente típicas de la cristiandad europea más que de otros continentes. Por el otro lado, he apreciado el testimonio de muchos creyentes, cristianos y no cristianos, que están redescubriendo la indisociable alianza complementaria entre los deberes para con Dios, para consigo mismos y para con el prójimo: una renovada solidaridad entre culto divino y vida secular, entre fragilidad personal y nostalgia comunitaria, entre temor a la precariedad presente y espera de un futuro distinto que queda aún por proyectar.