Sobre motes y semillas de sufrimiento.
Mi sobrina me dice “tío, ¡tienes que leer este libro! (se refiere a Invisible” de Eloy Moreno publicado por Nube de tinta) y mi hija me pregunta, “¿has escuchado lo nuevo de Zahara?”. Se refiere a Merichane, la última y dura canción de esta artista que ha lanzado una historia autobiográfica desgarradora ilustrada por un vídeoclip turbador. Así que, sin buscarlo, aparece de nuevo sobre la mesa de mi conciencia un tema viejo como el mundo: La escuela como lugar de sufrimiento, de soledad, de cobardía, de aprendizaje de esquemas de dominación. Ahora y siempre. Más duro cuanto más soterrado.
Me doy un paseo por mi infancia y despierta el eco del dolor de heridas propias y ajenas. Recorro el camino de vuelta por mi experiencia de educador hasta hoy y siento la responsabilidad de todo el sufrimiento no evitado, la falta de atención y sensibilidad. Cuánto dolor seguirá viajando por ahí en tantas vidas esperando a salir sin que los educadores lo llegáramos a intuir. Les pongo caras y nombres de distintos momentos de mi vida, en alumnos de distintos colegios. Gracias a Dios también a conflictos resueltos a personas salvadas, curadas, libres.
¿Puede ser la clase de religión un lugar para afrontar todo esto que aquí aflora? Debe. Debe hacerlo cualquier clase, por supuesto, cualquier momento de la vida de la escuela, el acompañamiento de la tutoría quizá de manera principal. Pero la religión en la escuela debe ser escuela de humanidad. Nuestra aportación a la educación integral no tiene que ser un contenido teórico tiene que hacerse vida, actitudes, compromiso. ¿No somos los que tenemos más fácil despertar a cualquiera que ha olvidado su dignidad? ¿No tenemos como tarea esencial recordar que todos somos guardianes de nuestro hermano y de nuestra hermana? ¿No tenemos los mejores ejemplos, los mejores relatos para desarmar, para curar, para reconstruir, para perdonar?
Escuchando la canción de Zahara me impresiona escucharle “vuestro Dios” y todas las referencias al perdón, a la confesión y al pecado que se conectan en su conciencia con la experiencia de ese mote que da título a su canción y que parece el epicentro de un dolor que “aún sigue ahí”. Creo que, como profesores de religión tenemos la responsabilidad de convertir los contenidos de los que hablamos en herramientas para la libertad y la dignidad de cada persona.
Para esto no basta con dar ideas, hace falta esperar con delicadeza al corazón que se abre a contar su sufrimiento, compartiendo nuestra experiencia, como en ese bellísimo cuento titulado “Todo saldrá bien”[3] de Albert Espinosa narrado por la inigualable voz de Rafael Álvarez “el Brujo”. En ese relato lleno de dulzura y sensibilidad, la niña que sufre no encuentra la llave para abrir su corazón con su padre o su madre, o con su maestra o maestro, sino con su abuelo. Quizá sea un signo más que nos habla de esta época contradictoria de orfandad sobreprotegida.
Tengo la sensación de que hay menos motes que antes, menos Merichanes, Tomates o Buzón. Incluso el profesorado somos más llamados por nuestro nombre. Parece que desde que le pusimos nombre en inglés a esta zona oscura, la tomamos más en serio en la escuela, en la familia y en los medios de comunicación. Pero no hay que bajar la guardia. Se siguen sembrando semillas de sufrimiento en niñas y niños y, si nos descuidamos, pueden permanecer escondidas en su interior excavando abismos que determinan lo más grande y lo más triste de quien las sufre.