Vivimos como si la vida fuese eterna e infinita, como si un velo invisible nos cubriese y protegiese diciéndonos: “a mí eso no me va a pasar” o no ahora. Pero pasa… Pasa que vivimos, que sufrimos, que enfermamos, que morimos… Nosotros o aquellos a los que amamos. Pero la muerte no es buena compañera de baile, por ello la hemos dejado de lado. No se habla de ella, no se muestra a los niños, no se vive con la conciencia de que hay vida porque hay muerte o viceversa y ambas son un continuo dentro de la misma línea.
Así que un día, tu vida está ordenada y es casi perfecta y, de repente, aparece el dolor, el sufrimiento, la enfermedad o hasta la muerte. Y te pilla sin preparar, desprevenido y desprotegido. Y cuesta encajarlo, meterlo en la rutina de nuestra vida y de nuestra mente. Y es que no entendiste que, todo ello, forma parte de la vida. Y que el dolor y la muerte no podemos negarlos ni sustraernos de ellos, porque la vida avanza y se deteriora, envejece y muere. También la vida enferma sin envejecer o envejece sin enfermar. En el menú de la vida, hay opciones para todos los gustos, lo único que el comensal no elige la combinación de platos. Éstos llegan de repente y sin avisar y te resitúan a golpe de realidad. Llega tu dolor y el del otro, llega el dolor presente y el sufrimiento anticipado por todo lo que atisbamos que puede suceder.
Y pensamos: a nosotros esto aún no nos tocaba, nos viene mal, no lo merecemos, no entendemos, nos resistimos y luchamos y nos enfadamos. Pero ¿es que no nos hemos enterado de que iba en el mismo lote de la vida? ¿Cuándo olvidamos que estaba ahí, en primera línea o en segunda o en tercera, pero ahí? Y, es que, el futuro tiene que estar metido en la agenda de hoy, con todo lo bueno, con todo lo malo y con todo lo de en medio que nos pueda traer.
Vivimos con la intención de que la enfermedad y la muerte estén apartadas y ocultadas. No son bonitas como las imágenes que Instagram muestra de nuestra vida, llena de sonrisas, perfección y felicidad. Queremos resolver con prisas lo feo, lo incómodo, el estar enfermos y el morir. Pero éstos no tienen prisa y, en ocasiones hasta ¡cuesta morir! Y el camino se hace lento, largo y doloroso. Y, entonces, ¡ojo a los mensajes de ánimo vacíos, buenistas y no anclados en la realidad! Es tiempo, no de esto, sino de acoger, de asumir, de trabajar desde una posible calma. Porque la vida para la que nos preparamos no es así, no es buenista, ni positiva, es vida, con luces, sombras y un montón de claro-oscuros.
Y llegados a ese punto de sorpresa, de no saber cómo encajar todo esto en la vida, en la vida que tenía hasta ayer y que me robaron de un plumazo, llegado a este punto el producto de primera necesidad es la rutina. Aunque hablemos de la rutina del dolor y de la rutina del sufrimiento. Ella nos familiarizará con la nueva situación, con los sentimientos encontrados que irán encontrando su lugar, con los pensamientos, con las lágrimas y con los abrazos.
La muerte va ganando el terreno mientras la vida va retrocediendo. Horas de compañía asintiendo cómo la vida de seres queridos se va extinguiendo. Aunque las situaciones sean distintas, siempre es difícil agitar el pañuelo de la despedida ante los ojos de las personas que has querido.
El cariño y la ternura es el mejor bálsamo en estos últimos momentos. Quedan las creencias y los afectos. Se abriga la esperanza de volver a vernos. Mientras, aquí estoy, dándote un beso que es lo más valioso que tengo, lo más valioso que ahora necesitas, lo más valioso que poseo y que poseemos.