Variaciones sobre la belleza
No es actual la afirmación que Dios es belleza, gloria y luz que anida los corazones. A menudo, estos atributos resultan abstractos y nos dejan desconcertados, porque poco tienen que ver con nuestra vida.
Podemos formular la pregunta en nuestros días con una interrogación: ¿cómo podemos imaginar y formular la gloria y la belleza de Dios de forma que nos interrogue, nos inquiete y nos mueva a actuar? En este mundo tan lleno de imágenes y de fantasías desbocadas, ¿cómo podemos imaginar y afrontar la belleza de Dios no solo de manera atractiva e instructiva sino, sobre todo, de una forma que resulte coherente con la enseñanza evangélica?
El teólogo Urs von Balthasar, tan propenso a utilizar brillantemente la estética en su elaboración teológica, habla de la autoevidencia y prestigio propio de la belleza, y el escritor inglés C. S. Lewis, autor de Las crónicas de Narnia, escribió que la belleza suscita siempre el deseo de “nuestra patria lejana”. En este sentido, la belleza revela al autor de la vida y desvela nuestro último fin, un fin relacionado con el rostro de Dios. Estos planteamientos tienen que ver más con la filosofía, con los tratados de Teodicea, que nos indicaban en nuestra juventud los caminos que llevan de la ciencia a Dios.
De nuevo, debemos preguntarnos cómo podemos ser atraídos e interrogados en este momento de nuestra vida por la belleza de Dios. No ciertamente con los criterios predominantes en nuestra sociedad, es decir, la belleza presente en los ricos y en los famosos, en la distracción y el entretenimiento dominantes, en el poder y en la riqueza, de los jóvenes hermosos y atléticos a quienes nada falta. En una palabra, no puede tratarse de la belleza y de los atributos de una sociedad de consumo.
Cambiando de horizonte, centrémonos en Cristo. El Evangelio nos presenta la belleza en otras coordenadas completamente diversas, en los pobres e impotentes, en quienes se esfuerzan por transformar el mundo según los valores de las bienaventuranzas. La gloria de Dios se ha desvelado en la cruz, con un hombre que ha sido abandonado y muere. Se trata de una idea tan difícil de aceptar, tan escandalosa, que tuvieron que pasar cuatrocientos años antes de que los cristianos la representaran.
Con los cristianos, la belleza de Dios se mostró en la pobreza absoluta. Cristo reconoció que no tenía dónde reclinar la cabeza. Esta belleza se muestra en Francisco de Asís, tal vez, el santo más atrayente de nuestra historia. La atracción del “poverello” se debe a su vida, una vida vacía de sí mismo y solo atrayente por el Dios que la transformaba. Fue un misterio viviente, su vida no tuvo sentido si Dios no existiese. Probablemente, ha sido el santo más semejante a Jesús porque reveló y describió la belleza de Dios a partir de las fragilidades y debilidades de la mayoría de los hombres.
Comprender la belleza de Dios
Esta es la más hermosa belleza de Dios transmitida a lo largo de los siglos: “Bendito seas Padre, porque has descubierto estas cosas a la gente sencilla” (Mt 11,25), reconoció Jesús, porque todos podemos comprender y admirar a un Dios que nos habla de familia y fraternidad, de amor, generosidad y servicio, un Dios que se hace hombre y sufre con nosotros; un Dios que se nos presenta en nuestra vida diaria, en nuestra experiencia humana y familiar.
La historia de los hombres no siempre transcurre según el proyecto del Dios de la vida, pero él es el Señor de la historia y, al final de los tiempos, todo se consumará en el amor. Mientras tanto, todos nosotros, especialmente los marginados y sufrientes que son capaces de comprender mejor la belleza desconcertante de Dios, somos los protagonistas y de nosotros depende el desarrollo de la creación y de que seamos capaces de transmitir a los demás el misterio de la presencia de Dios en nuestras vidas.
Esta ha sido la historia de la gracia y de la belleza, de la presencia del Dios creador y Padre de las misericordias, presente en el corazón de todos los seres humanos, de todos los cristianos, a lo largo de los siglos.