Isidoro de Sevilla
Fue seducción a primera vista. ¿Una mole de mármol de dos metros y medio, así, bien asentada, a la vez airosa? A mitad de la majestuosa escalinata de acceso a la Biblioteca Nacional, la estatua de Isidoro, enfrascado en su libro y atento
a la bienvenida. Guardián de ese suntuoso santuario del saber, invita a entrar y disfrutar del tesoro, única forma de conservarlo, sabe él, y el formidable séquito de hijos culturales que lo acompaña: Alfonso X el Sabio, Nebrija, Vives, Cervantes y Lope. Sólido y grácil pórtico, a cielo abierto, adelanto de lo que nos espera al cruzar el umbral. Isidoro (560-636) es firme rodrigón y airoso puente entre Antigüedad y Edad Media, le explicaba a un colega profesor tras la visita de alumnos a la biblioteca. ¿Cómo presumir de profesar el credo científico y creer en la generación espontánea?, le decía. ¿Entre Roma y el Renacimiento, nada? ¿Edad oscura la que da a luz las universidades? El eslabón es Isidoro. El millar de códices que se conserva de sus Etimologías, magnífico compendio en veinte tomos de todo el saber antiguo, habla de su obligada lectura en las escuelas monacales y catedralicias. Explica por sus frutos, el gran Beda el Venerable, Alcuino
de York (imagen del Renacimiento carolingio), Rabano Mauro, etc., cómo se va gestando Europa. ¿No se entrega actualmente el Premio Carlomagno en Aquisgrán? La obra del hispalense está en el origen de las literaturas nacionales del Occidente europeo.
Es modelo para las enciclopedias de los siglos XII y XIII; y ocupa un lugar de excepción entre los incunables. Isidoro invita a ser profesor de religión “europeo”, del continente de las doce estrellas, círculo expansivo por fraterna inclusión universal. “A todo el mundo abra sus puertas con caridad y benignidad para que Cristo le diga: «Fui forastero y me hospedasteis»”, exhorta el arzobispo polímata y santo. Este veintiséis de abril, su fiesta.