Es la cenicienta de los regalos que los Reyes Magos hacen al niño. Por eso, se meten con ella. “¿Mirra? No, la sinfín con 20 GB”. El juego fácil de palabras: “¡Mirra, Baltasar; no birra!”. La cosa es vieja, como la ignorancia en que se asienta. Ya en tiempos del VHS, un anuncio, atrevido hasta el insulto, decía: “¡Qué mirra ni qué mamarrachadas!”, el móvil último modelo. Lo llevé al aula. Vieron los alumnos cómo, riéndose de nuestra ignorancia, pregonaban ufanos su oceánica incultura. El dios comercio desprecia cuanto ignora.
Estas Navidades, he traído de Belén una bolsita de mirra para mis alumnos. Sorpresa, expectación y preguntas. La resina del árbol Commiphora myrrha fue un bien muy preciado por sus múltiples usos. Era ingrediente principal en la elaboración de perfumes y ungüentos. “Perfume e incienso alegran el corazón”, enseñan los Proverbios. A la Biblia le gusta el espejo de la sabiduría de los pueblos. Entre ellos, teje su sabiduría propia. Pero a nuestra ministra, a un paso de los 70, no le gustan los espejos. Los pueblos celebran las alegrías de la vida (banquetes, lecho conyugal, acogida del huésped, belleza) con perfumes, una prolongación que exhala de forma poética sutilmente eficaz y penetrante la interioridad de la persona. “Bolsita de mirra es mi amado para mí”, canta el cantar por excelencia, fuente de nuestra mejor lírica española y universal. Los cultos de los pueblos celebran esta vida como verdaderamente trascendente.
La Biblia se mira en este espejo. Erige primero el “altar de los perfumes” con vocación de que de Oriente a Occidente las naciones quemen incienso en honor del Señor del universo. Y florece en el culto perfecto de aquel que se ofreció “a Dios en sacrificio de olor agradable”. Los que participan están llamados a exhalar “el buen olor de Cristo”.