¿Las emociones se educan?
En los actuales libros de pedagogía, la educación emocional tiene un lugar particularmente importante. Desde hace décadas, bajo la clave “integral”, se desarrollan propuestas de todo tipo para ampliar el sentido educativo de la escuela, del instituto, de la universidad incluso. El reto es superar la reducción intelectualista o laboralista para alcanzar la persona entera. En este marco situacional, las emociones ofrecen una evidencia particular que -quizá- no había sido suficientemente atendida o comprendida y que -por lo tanto- se ofrece como vía de renovación.
Si vamos a la experiencia -siempre personal, necesariamente-, toda persona nota que la realidad le afecta y provoca desajustes y rupturas. Lo que sucede, en un sentido muy general, no nos deja indiferente. Es decir, nuestra apertura a la realidad va de suyo conectada con la capacidad de recibir impactos de todo tipo: imágenes, sonidos, olores, situaciones, contextos, miradas, palabras, referencias, símbolos, realidades de sentido o sin sentido, experiencias vivibles y otras que no se dejan vivir tan fácilmente, sorpresas, rupturas… Esta ha sido descrita como la situación de partida en la que toda persona se reconocerá fácilmente. Vivir implica una disponibilidad para la realidad que va de la mano de la exposición de uno mismo.
Cuando nos referimos a todo esto que nos afecta, inmediatamente señalamos algo que hay “fuera de nosotros mismos” que nos “mueve interiormente”. Nuestra respuesta personal, conectada con eso exterior a nosotros mismos, es lo que denominamos, con una palabra latina, “emoción”. Como la realidad no puedo determinarla entera por mí mismo, igualmente en cada persona se producen estas emociones (internas) que nos hacen vivir lo que sucede. Deteniéndonos un poco más, lo que acabamos de decir es algo que entre adolescentes comprobamos año tras año: el descubrimiento del propio mundo interior como una oquedad inmensa, tan grande como el mundo que nos rodea y tan compleja y variada como la bioesfera más diversa.
Corresponde a este primer momento, la importancia crucial del educador y sus referencias vitales. Si los primeros años de vida los pequeños se comportan como esponjas, la madurez y la cercanía serena del adulto adquieren una relevancia de primer orden. Las familias -supongo- notan el peso de esta responsabilidad no menos que los educadores sensibles. Ambos se ofrecen con su propia existencia a ser canales culturales en los que los pequeños verán modelos, formas, respuestas a imitar y según las cuales comportarse para dar salida a “lo que llevan dentro” y para lo cual no tienen excesivos recursos ni herramientas para abordar su complejidad.
Dicho esto, la primera conclusión parece ser que las emociones no se educan. Son simples respuestas. ¿Es así realmente? Pues lo que vamos descubriendo es que favorecer entornos saludables humanamente, ricos y ordenados en estímulos, bellos y estéticamente significativos ya es un paso emocional importante. Evidentemente no se trata de reducir el entorno educativo (escolar, doméstico, extraescolar) en un espacio acomodado y seguro, sino en un contexto que propicie y enriquezca la vida emocional del alumno de cara a su desarrollo integral.
Por otro lado, donde solemos centrarnos más, es en cómo los alumnos se hacen con todo su mundo emocional. Pasamos al momento en el que es posible el reconocimiento de la propia emoción y en el que resulta determinante la expresión para la propia comprensión. Sea con juegos, sea con imágenes, sea con referencias o sea con palabras. Sin duda alguna las palabras, la capacidad de nombrar adecuadamente va de la mano con un nudo gordiano educativo. Por otro lado, las palabras no se aprenden en el momento en que se necesitan, sino antes. Las palabras son aprendizajes previos a las emociones que luego, según su riqueza de matices y variedad en los detalles, nos permitirán un acercamiento más adecuado a nosotros mismos. Por no hablar de todo el engranaje cultural y social que vamos sacando a la luz y clarificando.
Este segundo momento educativo es para la atención. Tanto en uno como en otros. Cuando es en uno mismo, las emociones suelen desbordar según su intensidad e impacto. Cuando es en los demás, es decir, en todo el proceso de aprendizaje previo, la atención que se requiere para entrar en lo ajeno es mucho mayor. Por así decir, el impacto emocional conquista y exige la atención. Algo que no sucede en la lectura, por ejemplo. Pero es en la lectura donde se adquieren herramientas fundamentales para el abordaje educativo de las emociones.
Un tercer momento de la llamada “educación emocional” es la educación de la respuesta. Aunque no esté de moda, se trata del dominio de sí mismo, del autocontrol, de la capacidad para gestionar la propia vida, de no perder el rumbo o la dirección, de sufrir sin claudicar o disfrutar y admirar sin dejarse llevar. Personas sólidas, para tiempos líquidos. La clave está en la voluntad y en el desarrollo progresivo y paciente del propio carácter y personalidad. Esta cuestión es, a mi entender, la decisiva actualmente y la más olvidada. Es la que verdaderamente implica al alumno en su propia formación y en la libertad en un sentido elevado, relacional y personal. Quizá tendríamos que hablar más tiempo de la respuesta que se permite y la que no, de las posibilidades que se abren a los alumnos o las que se cierran, de la oportunidad de contarse y narrar entre los propios niños y jóvenes qué tal están, cómo están viviendo algunas cosas, y preguntar, para su reflexión, qué pueden hacer, qué necesitan, qué está de su parte y de nadie más, qué pueden resistir y qué pueden ofrecer a los demás, qué cabría esperar de los demás que nos rodean y qué lugar ocupamos en la vida de los otros.