El reto de la incertidumbre
Editorial del número de noviembre de 2020
Es la palabra de moda, la que define el estado anímico con el que cada individuo se asoma a su cotidianeidad y como profesional, si el parón económico no lo ha excluido, a su tarea. Incertidumbre por la salud propia y la de los que amamos; por lo provisional de las buenas noticias o por el sentido de algunas decisiones que vienen tomando las autoridades educativas, sanitarias y políticas. Después de un final de curso tan extraño, todas las lecciones que creímos aprender en el confinamiento, aquella conciencia de que habíamos llegado a comprender qué era lo realmente importante se ha transformado, en el inicio de curso, en una catarata de protocolos sanitarios que hay que respetar, en suspense por el riesgo de los contagios y su gestión, en inseguridad con la que hay que programar para un curso que es o puede ser, a la vez, presencial, semipresencial o a distancia. Las prioridades educativas se pliegan a salir airosos de la gestión del día a día. En este contexto de inestabilidad, el ministerio quiere seguir adelante con la tramitación de la LOMLOE, como si no hubiese que esperar a que las aguas se calmasen en la comunidad escolar o dándose un tiempo para valorar, cuando se supere la crisis sanitaria, cómo se ha comportado nuestro sistema educativo y establecer, así, un nuevo impulso colectivo a la educación.
Esta incertidumbre no puede atenuar las certezas educativas que explican nuestra presencia en la escuela. Somos el rostro que acompaña a los alumnos en un momento crucial de sus biografías: nos sostiene la convicción, en expresión del cardenal Versaldi, de que en la educación habita la semilla de la esperanza. Las convicciones religiosas, lo sabemos, no son el refugio ante lo adverso, ante lo incierto; al contrario, son la razón que nos empuja a crear redes de colaboración y solidaridad, a reivindicar el cuidado y el amor mutuo, a hacer sentir como únicos a cada uno de nuestros alumnos. Hay tarea.