Es difícil escribir este editorial que quiere llegar a cada lector como un abrazo de consuelo, cercanía y esperanza ante el momento más difícil, también para la educación, de las últimas décadas. Toda la familia humana (ahora más que nunca una sola familia) está sufriendo, como un único cuerpo, la prueba de su fragilidad, de su vulnerabilidad, que solo puede ser superada desde la solidaridad, la colaboración, el cuidado, propio y ajeno, y del apoyo mutuo. Esas deberán ser, sin duda, las prioridades de nuestros proyectos educativos después de lo que estamos viviendo.
La educación ya no será igual cuando volvamos a las aulas. Cuando la algarabía y los gritos inunden los pasillos (ojalá más pronto que tarde), seremos más conscientes, si cabe, de que la educación no se puede tejer sin los hilos invisibles del encuentro personal, de la acogida, de la cercanía, de la aceptación incondicional. Estos días mandamos tareas aparentando que la escuela sigue ahí, fiel a su función, cumpliendo con los programas y contenidos curriculares. Pero no es suficiente. La escuela católica y los profesores de Religión debemos ser capaces de abordar, desde cada asignatura, los aprendizajes que se generan en una situación como esta. Es momento de aportar nuestro bagaje sapiencial para que los alumnos encuentren referentes con los que responder vitalmente a las preguntas que suscita esta situación: ¿por qué el sufrimiento? ¿Cómo actuar? ¿Cómo construir una sociedad desde el cuidado de los más vulnerables?
“Pienso en tanta gente que llora: gente aislada, gente en cuarentena, los ancianos solos, personas hospitalizadas y personas en terapia, padres que ven que, como no hay salario, no podrán alimentar a sus hijos. Mucha gente llora. Nosotros también, desde nuestro corazón, los acompañamos. Y no nos hará daño llorar un poco con el llanto del Señor por todo su pueblo”. Hacemos nuestras las palabras del papa Francisco.