Cada comienzo de curso se convierte en un tiempo de posibles y esperanzas. Este que apenas estrenamos se nos ha llenado de palabras a incorporar: pandemia, distancia, mascarilla, incertidumbre, burbuja, etc. Tal vez no hemos sido capaces de encontrar mejor terminología, lo cierto es que hemos acabado por adoptar la más antipedagógica posible, la que menos nos ayuda a construir espacios de sentido. Si esto fuera poco, la tramitación de la nueva ley educativa se ha enredado con el estado de alarma y el nuevo curso (de poco vale que la mayor parte de la ciudadanía tenga otras prioridades) y, como un bucle mal calibrado, vuelve el eterno debate sobre la asignatura de Religión en la escuela.
Ese empeño enfermizo por desterrar la religión del espacio educativo sin convocar al diálogo ni a la sensatez es un reflejo más del deseo de pensamiento único, de la voluntad de relegar a la sacristía la religión y los sentimientos religiosos, negándoles su dinamismo cultural, espiritual y social. Quienes así piensan habrán vencido si nos ocultamos en los pliegues del sistema, o si diluimos el mensaje integrador de la enseñanza de la religión en un sincretismo sin alma, o si simplificamos los contenidos identificándolos con una catequesis sacramental o propedéutica.
A lo largo de la historia, las religiones han sido un camino de maduración personal, de integración de la condición humana en la dimensión trascendental. Cada religión, pero de modo particular el cristianismo, es un punto de apoyo para elevar nuestras mejores cualidades y capacitarnos a una comprensión holista de la realidad, para contemplar lo que nos rodea como una creación que debemos cuidar y para incorporar una ética que vaya más allá de la mera tolerancia. Ciertamente esta historia, que es también presente, tiene sus miserias, pero incluso con ellas debemos contar, conocer y comprender. Este es el motivo por el que seguimos defendiendo la presencia de la Religión en la escuela. En mi experiencia como profesor de Religión, he aprendido que mucho depende de nosotros mismos; lamerse las heridas y reclamar una equidad vacía de argumentos nos convierte en víctimas más que en constructores de sentido.
Salir de la autorreferencialidad
Afortunadamente, la enseñanza de la religión está saliendo de la caverna de su autorreferencialidad. La incorporación de nuevas metodologías didácticas favorece una verdadera y necesaria innovación pedagógica, que nos sitúan en el espacio del diálogo fe-cultura, y reconoce la esencialidad de la religión para la construcción personal de las competencias emocional, simbólica y espiritual. Es necesario seguir avanzando en la mejora del currículo y de la capacitación didáctica, deben responder a los retos globales de la educación, no solo de la enseñanza religiosa, para alcanzar una asignatura que no se construya meramente sobre historiografía o sobre valores, sino que integre, dialogue y acoja, que abra a la trascendencia y promueva espacios de sentido, despeje el camino para el pensamiento crítico, favorezca las preguntas y deconstruya las respuestas preestablecidas, que incorpore la vida y prepare para la intemperie, que participe de la misión evangelizadora de la Iglesia desde la pluralidad.