De público y privado
Donde se invita a la reflexión sobre la llamada iniciativa pública con motivo de los debates en torno a la nueva reforma educativa que nos viene encima
Muchos ciudadanos han podido ser testigos de los recientes debates sobre esta enésima propuesta de reforma educativa que nos vuelve a llegar sin el más mínimo consenso político. De nuevo, hemos vuelto a encerrar la educación en el ámbito de la confrontación ideológica con su consecuencia más dramática: la ausencia de un horizonte de estabilidad en el sistema educativo. El objetivo de estas reflexiones no es el de incidir en la desolación con la que todos los que nos dedicamos a la educación hemos contemplado el lamentable espectáculo de su tramitación y aprobación. Tampoco quisiera referirme a las propuestas de reforma del currículo que anuncia, algunas, en mi opinión, bien motivadas y otras que proceden de análisis de despacho muy alejados de la realidad de nuestras escuelas.
La reflexión que propongo parte de una constatación: este proyecto de ley marca un antes y un después en la estrategia educativa en España. La escuela concertada es declarada claramente subsidiaria, no complementaria como dictan varias sentencias judiciales, y, por tanto, se manifiesta una voluntad explícita de aplicar estrategias y acciones políticas que lleven a su desaparición. Esta conclusión no es una mera interpretación, sino que viene avalada por declaraciones recientes de representantes políticos del Gobierno y por los mismos titulares de El País. Detrás de toda acción política hay un modelo de persona y de sociedad. En la constante y necesaria dialéctica entre Estado y ciudadano, planificación y libertad de elección, el modelo vigente hasta ahora, los conciertos educativos, se ha manifestado beneficioso. ¿Cuáles son las razones para cambiarlo? Sin duda, una visión más estatalista de lo “público”.
A mi modo de ver, en este punto reside una de las grandes debilidades del discurso de determinados argumentarios políticos: el espacio público queda reducido a aquellos elementos que son de absoluto consenso, toda otra palabra no tiene derecho a aparecer; y es el Estado el único que está legitimado para decretar lo que pertenece a uno u otro ámbito. Cuando este planteamiento se aplicaba al ámbito económico, aparecían los monopolios del Estado. Eso desapareció hace muchos años y el sistema liberal capitalista ha conquistado los corazones de todos los partidos políticos. En la raíz de este planteamiento subyace una visión absolutamente limitante de lo público cuando en realidad el espacio público es el lugar en el que se debería hacer presente cualquier propuesta de valor que pudiera contribuir a la construcción de una sociedad abierta y democrática. Una manifestación clara y diáfana de esta postura la tenemos en el mismo Habermas cuando defiende contar con la potencia de las grandes tradiciones religiosas como posible fuente de recursos éticos para afrontar los graves problemas a los que se enfrenta la humanidad. En efecto, público no es estatal. Es más, debería ser el Estado el que favoreciera determinadas presencias públicas que de otro modo quedarían silenciadas.
En el caso de la educación católica, se añade una simplificación más: algunos de esos gobernantes que se apropian de lo público como de una propiedad privada en un ejercicio de soberbia política, han decretado que cualquier iniciativa inspirada en la religión y, más en concreto, en la religión católica es represiva y elitista y, por tanto, debe quedar reducida al ámbito privado. La postura es cómoda porque evita cualquier esfuerzo necesario de rigor intelectual y social. Basta con tirar de tópicos, práctica habitual de los mediocres. Y así vamos: de mediocridad en mediocridad, caminando hacia el empobrecimiento de los referentes culturales. La educación, por último, no es una actividad comparable son la sanidad o con otros servicios públicos por la sencilla razón de que se ponen en juego elementos muy nucleares que se sitúan en el ámbito del sentido, no de la eficacia científica y técnica, que es la que debe predominar en los servicios públicos. Esta visión estatalista de lo público produce, en definitiva, un empobrecimiento de la creatividad y la diversidad educativa en unos tiempos en los que tanto se habla de diversidades enriquecedoras.