“Dios me guía por el recto sendero” (Sal 23,3)
Dios se revela a Moisés en Horeb: “Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo [...]. He bajado para liberarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra buena y espaciosa; una tierra que mana leche y miel” (Ex 3,7-8).
Dios manifiesta su voluntad salvífica cuando decide sacar a su pueblo de la esclavitud y conducirlo hacia la libertad. El mismo nombre de “Yahvé” con el que se revela indica su identidad: “Yo soy el que soy” (Ex 3,14), es decir, yo soy el eterno, el inmutable y el fiel; el que está siempre, en todas partes, marchando con su pueblo. Dios actúa en favor de su pueblo usando a Moisés como mediador: envía plagas a Egipto para ablandar el duro corazón del faraón, divide en dos partes el mar Rojo, alimenta a su pueblo en el desierto, hace una alianza y lo conduce con la ayuda de la columna de fuego.
La imagen bíblica del pastor refleja bien la relación educativa de Dios, que apacienta, cuida, corrige, guía y
une a su pueblo con lazos de amor. Dios es “como un pastor que apacienta su rebaño, recoge en sus brazos a los corderos, se los pone sobre el pecho y conduce al reposo a las ovejas” (Is 40,11). El pastor apacienta a las ovejas; es decir, las lleva hacia “prados de fresca hierba”. Dios alimenta la mente y el corazón de sus hijos con el pan de su Palabra, que corrige, orienta y da vida. En la Palabra de Dios, se manifiesta la voluntad divina, da la sabiduría necesaria para vivir bien y ensancha el corazón. En el camino, les da a conocer su voluntad que los ayuda a organizarse y permanecer unidos como pueblo.
El pastor cuida el rebaño de los peligros que acechan. Los protege del faraón abriéndole el mar en dos partes. Frente a la dureza del desierto, les envía el maná y las codornices. Cuida y enseña a caminar a sus hijos; así Dios trata a su pueblo: “Cuando Israel era un niño, yo lo amé, lo llevé en brazos con ataduras de amor. Me abajaba hasta él y le daba de comer” (Os 11,1-4). El pastor conduce a su pueblo por el buen camino; es decir, enseña un estilo de vida, un modo de hacer las cosas que le ordena a Moisés para que enseñe al pueblo: “Enséñales los preceptos y las leyes, dales a conocer el camino que deben seguir y las obras que han de practicar” (Ex 18,20).
En hebreo, la palabra derek (‘camino’) se usa igualmente para camino, costumbre, maneras y estilo de vida.
La imagen de Dios como el pastor bueno que conduce a su rebaño la podemos aplicar a cualquier proceso
educativo en la familia, la escuela y los espacios no formales. Un educador tiene la misión de alimentar con
el pan de la cultura y la piedad a sus discípulos. Transmite con su palabra y su buen ejemplo una cosmovisión capaz de dar sentido a la vida. El educador también debe cuidar que sus discípulos no se corrompan, que no se desvíen del buen camino. Para ello, debe preservarlos de los peligros e inducirlos hacia el bien.
Ayudar a discernir caminos
El camino de la vida es inesperado e impredecible. Hay acontecimientos que aparecen sin haberlos planificado o deseado, personas que nunca hubiéramos escogido como compañeros de viaje, lugares sorprendentes que no habríamos imaginado encontrar nunca. Por mucho que nos empeñemos, no podemos planificar y controlar a nuestro antojo el rumbo de nuestra vida. Es una continua sorpresa y, quizá, sea bueno que sea de este modo. Este pensamiento lo describe muy bien el profeta: “Porque vuestros pensamientos no son los míos, ni vuestros caminos son mis caminos” (Is 55,8).
El camino del desierto enseña que existe una voluntad superior que acompaña y ayuda en todo momento; un Dios bueno que actúa en la historia de su pueblo, un Dios presente en los acontecimientos. Solo hace falta que la persona esté atenta a los “signos de Dios” para discernir cómo orientarse en la vida. En esta tarea, ayuda mucho el testimonio y acompañamiento de un buen educador. Asimismo, y aunque deben hacerse proyectos educativos, sabemos bien que la dinámica de la vida supera a cualquier programa que hagamos. Los educadores deben ofrecer pistas a sus discípulos para saber acoger e interpretar los acontecimientos de la vida, aprender de ellos para orientarse hacia una meta. La apertura de la persona a Dios (temor de Dios) ayuda a conducirse con sabiduría.