Educar en coronavirus
Donde se contempla la vivencia de esta pandemia como un lugar privilegiado para hacer experiencia educativa significativa con nuestros alumnos
Fue Adorno el que planteó la punzante pregunta acerca de la posibilidad de seguir filosofando después de Auschwitz. Su reflexión se abría con un profundo interrogante sobre eso que llamamos filosofía y su misma esencia como actividad, hasta alcanzar también el campo de la educación. El coronavirus no es Auschwitz, pero sí una vivencia lo suficientemente significativa como para que nos planteemos compartir cómo vislumbramos nuestra actuación como educadores en este contexto tan desgraciadamente excepcional. Es un momento para que despertemos de nuestra atalaya de “contenidos que hay que enseñar” para renovar nuestra vocación de enseñar para educar, es decir, ayudar a nuestros alumnos a que construyan su visión del mundo y de la vida.
El primer paso nos debería llevar a ser conscientes del sufrimiento y despertar nuestra sensibilidad y compromiso con él. Este primer despertar nos debería hacernos conscientes de cómo cada uno lo ha vivido. En situaciones como esta, brota nuestro modo de ser y de vivir, aquel que podía estar domesticado por la actividad y la rutina. Aprender de cada uno debería ser un buen objetivo. Tras estos dos primeros estadios, podríamos estar en situación de adentrarnos en la gran tarea de construir una buena narración de la vivencia. Una lectura que, lógicamente, será fruto de nuestra visión del modo en el que, hoy, en este presente, estamos viviendo la aventura de ser personas en humanidad. A mi modo de ver, hay tres claves de interpretación fundamentales: la experiencia de la fragilidad, la falsedad de las fronteras y de las diferencias entre los seres humanos y la profunda convicción de que no hay futuro para nadie si no es para todos.
Estamos ante una manifestación clara y diáfana de nuestra fragilidad: no solo personal (posibilidad de ser contagiado) sino estructural (el sistema económico y social del bienestar se puede ir al traste con más facilidad de lo que sospechamos). Un virus es capaz de desbaratar toda nuestra vida impidiéndonos ese don tan preciado de la libertad, además de poner en crisis nuestro nivel de vida. Por otro lado, también descubrimos que se puede vivir de otra manera, que no todo es tan necesario y que muy a menudo esas agendas tan llenas y esa cantidad de bienes que nos rodean no son más que modos de falsas corazas para ocultar que somo seres frágiles y desnudos. Vivimos en una ingenuidad antropológica.
Esta fragilidad nos hace caer en la cuenta de la igualdad básica de todos los seres humanos. Lo que nos une es mucho más que lo que nos separa. Somos nosotros los que establecemos las diferencias, no la naturaleza humana. A raíz de esta pandemia, se ha repetido que el virus no entiende ni de clases sociales ni de fronteras. Lo sorprendente es que tenga que venir un virus a demostrar esta profunda realidad. La frase pone de manifiesto que los que “entendemos de todo eso somos nosotros”. De otro modo, somos nosotros los que hemos construido estructuras completamente falsas para encajar al resto de la humanidad en ellas y, de repente, cuando en un hospital yacen unos enfermos de coronavirus al lado de otros, nadie distingue a qué estructura social inventada pertenecía cada uno.
Vivimos en un falso imaginario social. Vivimos en una casa común y es responsabilidad de todos su cuidado y protección, empezando por el cuidado de los más débiles. El bien de los otros depende de nuestro propio comportamiento. No somos seres aislados. Por el mero hecho de habitar este planeta los destinos de todos los hombres y mujeres que lo habitamos están entrelazados. El aislamiento absoluto de los ricos en un intento de su salvación prioritaria es una quimera. Una profunda llamada a la ciudadanía universal que algunos han reformulado como “cuidadanía universal”: un modo de vivir basado en el cuidado de todo lo que somos y nos rodea alejados de toda vivencia materialista y utilitarista de nuestro mundo. Un último apunte: es muy sencillo comprobar cómo estas tres claves se encuentran presentes en la mitología del inicio del Génesis. Una antropología cristiana.