La tormenta
Publicado en el número 340 de la versión en papel. Mayo de 2020
No es apocalipsis, sí situación extrema semejante aunque diferente de una guerra, con la sociedad disociada en dos: un reducido colectivo, los que están en línea de fuego, y la mayoría de la población. En las últimas grandes guerras, ser enviado a primera línea traía altísima probabilidad de morir o quedar con destrozos corporales de por vida. En la guerra contra el coronavirus, el personal sanitario y el de los servicios públicos corren un riesgo por fortuna no tan alto. Pero no escatimemos su reconocimiento como héroes. Para ellos vale la admiración de Camus, por quienes “no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan por ser médicos”, o por ser, añadamos, celadores, servidores públicos, los de limpieza, los de distribución y venta de bienes indispensables.
Los adolescentes que en una guerra son carne de cañón y los niños que en las guerras quedan huérfanos deben ahora permanecer en casa. Ellos son ahora los protegidos, al igual que los ancianos y que la población general, y también los privilegiados en el deber de quedarse en casa, que es el privilegio de riesgo cero. Su reclusión casera es también un modo activo de luchar contra el enemigo, que esta vez no es un humano de otro país o de otro bando de un mismo país, sino un inhumano, un virus al que se le combate evitando que nos penetre por la boca, los ojos, la nariz. Profetas intuitivos y analistas racionales compiten en pronosticar el futuro. Ojalá sea una honda conversión colectiva anticipadamente descrita por Murakami: “Cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Una cosa sí quedará clara: la persona que surja de la tormenta no será la misma que penetró en ella”.