¿Náufragos o nómadas?
No sabemos muy bien si nos podemos reconocer como nómadas o como náufragos: parece que ya no sabemos hacia dónde vamos ni qué buscamos. ¿Estamos perdidos?
Amin Maalouf es un escritor libanés y francés, muy conocido por su libro Las cruzadas vistas por los árabes y por su ensayito titulado Identidades asesinas. Hace unos meses, apareció en castellano El naufragio de las civilizaciones (2019), en el que continúa la reflexión iniciada en El desajuste del mundo (2009). Entonces, avisaba del agotamiento de las civilizaciones; ahora, se refiere ya a la inminencia de un naufragio. Cuando leímos El mundo de ayer, de Zweig, nos convencimos de que algo había desaparecido para siempre. Ahora, parece que puede ocurrir algo parecido o está ocurriendo, o quizá ocurrió hace unos años y solo ahora lo sabemos con certeza. El fin (final) de la historia no llegó, pero es que tampoco sabemos si esta tiene fin (finalidad). Por eso, no sabemos muy bien si nos podemos reconocer como nómadas o como náufragos.
Los creyentes religiosos, por lo menos judíos y cristianos, nos reconocemos más fácilmente como peregrinos. Porque los primeros no creyeron en el Mesías y aún esperan; la salvación llegó a otros y se hizo más universal. Debemos nuestra salvación al rechazo de los judíos, que, sin ellos, no acabará de ser plena, pues Dios mantiene su promesa y alianza con ese pueblo, pues no puede romperla. Si la rompiese, no sería Dios, pues no es infiel a su Palabra. Al encontrar a Simeón o a Ana esperando en el templo, brota la pregunta: ¿por qué los otros no? La espada que atraviesa el corazón de los creyentes fieles es la pregunta por la tardanza de otros en llegar.
San Pablo cambió de opinión y, de forma solemne, en la carta a los cristianos de Roma, afirmó: “Dios no ha rechazado al pueblo que había elegido”; “si su rechazo ha significado la reconciliación del mundo, ¿qué será su aceptación, sino una especie de resurrección?”; “si tú, acebuche por naturaleza, fuiste cortado y, contra la naturaleza, fuiste injertado en el olivo, cuánto más las ramas naturales serán injertadas en el propio olivo” (Rom 11,2.15.24). De todas formas, si “Cristo entró de una vez para siempre en el mismo cielo y ahora se presenta ante Dios a favor nuestro” (Heb 9,24), aquella pregunta (¿por qué aún no han aceptado al hermano que ha abierto el camino definitivo hasta el Padre?) sigue siendo hoy una pregunta.
¿Estamos perdidos? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Parece que ya no sabemos hacia dónde vamos ni qué buscamos. Los diagnósticos ensombrecidos (y ensombrecedores) abundan. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, pregunta Maalouf. ¿Podemos seguir llamándonos peregrinos en un mundo que se ha hundido sin levantarse otro? La sed nos alumbra, nos sabemos y reconocemos peregrinos hacia una ciudad, Jerusalén, que será llamada visión de paz, pero también nos reconocemos viviendo en tiempos frágiles.
La fragilidad de la noche
La noche, la debilidad, la tiniebla, puede ser avance de aurora o decadente crepúsculo, aunque siempre es tiempo de discernimiento. La noche “nos hace ver luces rotas que solo como un hilillo mil veces filtrado y cernido llegan a nuestros ojos”, escribía Carles Cardó –el canónigo barcelonés, retornado del exilio a Barcelona, donde murió en 1958– en La paraula cristiana (1935). En la noche, la fragilidad bendita se recibe como don de desposesión y de recepción de lo otro, del otro.
Esta es la experiencia constante del peregrino: dejar el paso firme, la tierra cierta, para aventurarse por los senderos del bosque sin certezas, solo con la escucha de la voz que llama. Teresa de Cepeda, descendiendo con sus monjas y con los arrieros desde la meseta castellana al valle andaluz, oyó la voz de quien les advertía de un precipicio; cuando quisieron encontrar al que “imaginaban” pastor, “era ido”. Solo Teresa sabía a quién pertenecía aquella voz. Solo el peregrino sabe que no es nómada ni náufrago, o no lo es simplemente, pues peregrina hacia Jerusalén. Como escribe Maalouf, “más vale equivocarse en la esperanza que acertar en la desesperación”.