Pandemia y guerra
Hasta a los niños pequeños fue preciso hablarles de la pandemia. En la primavera (¡y vaya primavera!) de 2020, hubo que explicarles por qué no iban a la escuela, al colegio (hasta ahí no había que razonarlo mucho), y para justificar (esto sí era necesario) que no podían salir de casa, como no pudieron hacerlo en un par de meses. Se les contó lo del virus, el bichito tan pequeño que era invisible y, sin embargo, letal. Hizo falta mucha fe infantil para creerse ese relato que los mayores tampoco nos creímos hasta que no vimos los que enfermaban y morían. Más tarde, ha habido que explicarles la necesidad de la mascarilla, etcétera. Esta generación ha experimentado en carne propia que la vida no es rosa.
En todo ese tiempo, no se les ha hablado de la guerra ni siquiera a los adolescentes, aunque había entretanto en el mundo no solo pandemia, sino unas cuantas guerras: ¡estaban tan lejos! ¡No nos afectaban! Y, sin embargo, hablar acerca de las guerras es un capítulo indispensable de la educación moral en todos los niveles escolares según la capacidad de comprensión y razonamiento en cada edad. Lo más fácil de entender es el escenario de niños muertos o huérfanos, de sus hogares destrozados, de la necesidad de viajar con frío y hambre lejos del conflicto. En otro nivel, hay que entender la diferencia entre el agresor y el agredido, el fuerte y el vulnerable, entre atacar y defenderse, entre el poder violento y la preservación del propio ser. A esta generación, como a todas, hay que enseñarle que el mundo dista mucho de ser rosa, no solo por los virus, sino también por las personas, por ciertos siniestros personajes. Hay que enseñarle que las larvas del monstruo pueden incubarse ya en el patio de recreo, en el acoso o el desprecio al torpe, al débil, al distinto.