Maletas llenas de papeles
Las maletas a veces guardan mucho sufrimiento, mucha lucidez. Papeles que se esconden por miedo a que lo que ocultan provoque un gran dolor.
Tras muchos años aparecieron los papeles, el manuscrito de Suite française de Irène Némirovsky (1903-1942). Nacida en Kiev (Ucrania) en 1903, tras la Revolución bolchevique, se instaló en París. Confesarse católica en 1939 no le libró de la persecución. En 1940, un segundo exilio se abalanzó cuando la ocupación nazi. Aún quedaba otro. Entonces Némirovsky no era una desconocida. En 1929, había publicado muchos libros, aunque la “arianización” le impidió poco a poco hacerlo con su nombre auténtico. En 1942, llegó el tercer y último éxodo: fue deportada a Auschwitz y asesinada. Sus hijas, con trece y cinco años, vivieron escondidas durante la guerra, pues sus padres habían sido detenidos. Su madre les dijo: “Me voy de viaje”. Cada día Dénise y Elisabeth Epstein acudían a la estación de tren a esperar a su madre. Hasta medio siglo después, Dénise no descubrió lo que guardaba la valija, pues temía que fuese un diario íntimo de su madre, que le provocase un gran dolor. Finalmente, se publicó Suite française, obteniendo un premio póstumo, el Renaudot de 2004. Némirovsky contaba el éxodo de muchas familias francesas y su esperanza para tantos, su sueño de una sociedad libre.
«Mi vida llega a esa edad adulta que solo alcanzamos
al precio de extraordinarias desgracias»
Raïssa Maritain (1883-1960), judía también, católica bautizada en 1906, que había emigrado desde Mariupol en Ucrania a París comenzó Les grandes amitiés así: “Nueva York. Seis de julio de 1940. En este mundo no hay futuro para mí. Tras la catástrofe que invade a Francia con dolor, y con ella al mundo, al menos a todo lo que en Francia y en el mundo se relaciona con la libre inteligencia, la sabia libertad, la universal caridad como valores humanos y divinos, mi vida se ha acabado. No volveré a nuestra amada Francia durante mucho tiempo, quizá nunca más. No volveremos a encontrarnos en este mundo con quienes nos son más queridos que todo lo demás. Hemos perdido casi del todo la esperanza que nos sostenía en nuestros trabajos y sufrimientos: la esperanza de que el amor de Cristo podía penetrar y transformar este mundo. Su reino no es de este mundo, ¡esta verdad deslumbra con luz cruel! Y sin embargo su mandamiento de amar al prójimo como a nosotros mismos no ha sido abrogado. No tenemos derecho a olvidarnos que nos seguimos debiendo a nuestros hermanos. Sabemos también que, a través de todas las catástrofes, del hundimiento de los imperios, de las persecuciones y de los mártires, el bien existe, el bien crece, el bien permanece. Pero mi vida, esta vida mía tan imperfecta, llega a esa edad adulta que solo alcanzamos al precio de extraordinarias desgracias, personales o no, la edad en la que no queda nada de la infancia ni de la felicidad de vivir. Mi vida llega a ese punto mucho menos por las pruebas sufridas por mí misma que por la desgracia que se ha cernido sobre toda la humanidad, porque la justicia padece, los afligidos no son, no pueden ser, consolados, los perseguidos no pueden ser ayudados, la verdad de Dios es silenciada y de golpe el mundo se ha hecho tan pequeño, tan estrecho para el espíritu, por la mentira impuesta que domina y parece ser la única voz que se oye”.
“Nada es una fatalidad”
Sebastian Haffner (1907-1999), un ario alemán, escribió en 1939 por encargo de su editor inglés Fredric Warburg, un libro de Recuerdos de 1914 a 1933. En él explicaba la execrable atmósfera reinante en la Alemania que vio instaurar al nazismo. Joven magistrado conservador, se autoexilió en 1938 porque no podía soportar el “aborregamiento” nazi. Aunque en 1954 regresó a su país, el libro solo fue publicado en 2000 tras ser descubierto después de su muerte. Leyéndolo, se asiste al adoctrinamiento de las élites, poco a ocho al desastre, etapa tras etapa en el período de entreguerras. Entonces, escribió en febrero de 2002 Martina Wachendorff en el prefacio: uno se da cuenta de que “nada, nunca, es una fatalidad”. Las maletas a veces guardan mucho sufrimiento, mucha lucidez.