Todo fluye
Stalin ya no está entre los vivos. Después de tres décadas preso en campos penitenciarios, Iván Grigórievich regresa a Moscú en 1954. Allí, la vida ha seguido sin él.
“Quedaba el último recodo del camino. Por un momento, fue como si una luz nunca vista antes, increíblemente viva, inundase la tierra”. Con la fecha 1955-1963, acaba el libro en esa página (277). “Unos pasos más aún y en aquella luz vería su casa, y su madre se acercaría a él”. Unos días antes de que comenzase una guerra con la invasión rusa de Ucrania, leí la novela autobiográfica de Vasili Grossman (1905-1964) cuyo título encabeza estas líneas. En esta y en Vida y destino ha reflejado buena parte de su peripecia humana. La madre de Grossman había muerto en una masacre en la que perecieron treinta y cinco mil judíos de Berdychiv. Como en otros tiempos en la Rusia zarista o soviética, hubo ucranianos cómplices de los Einsatzgruppen para aquella matanza. Grossman no se lo perdonó nunca a él mismo: no se perdonó no haber hecho lo suficiente para hacer ir a su madre a Moscú. En los pogromos contra judíos en el sur ruso, la guardia zarista avisaba al abuelo de Raïssa Maritain cuando podía, y si podía, para evitar sufrimientos. Lo explica Raïssa en Les Grandes Amitiés (1941 y 1944). En 1893, Raïssa emigró con su familia de Mariúpol (Ucrania) a París y, en 1940, de allí a Nueva York. “Pero eran hombres” (276).
“Los rostros tienen un aire trágico”, escribió Grossman un dos de mayo de 1945, fecha de la capitulación de Berlín. En el rostro del otro asignado, dice el filósofo lituano-francés Emmanuel Lévinas (1906-1995), aunque samaritanos, nos hacemos cargo; siempre será él quien nos lleve: “Non tu radicem portas, sed radix te” (Rom 11,18). Los prisioneros, “una gigantesca turbamulta”, escribe Grossman, desfiguran el rostro, como el Siervo del canto cuarto, el del rostro que casi no parece humano, pero eran hombres, como aquel asceta y modesto dirigente que fue un maestro de la vida, apegado “a la naturaleza rusa, a sus prados y bosques” (232), un hombre abierto al pensamiento occidental, que iba al teatro, escuchaba la sonata beethoveniana Appassionata y releía una y otra vez Guerra y paz; un hombre, adorado por sus hermanas, predilecto de su madre, que no fumaba ni bebía ni injurió nunca a nadie “con palabras indecentes o blasfemias” (222). Sin embargo, según Grossman, “en el curso de la historia del movimiento revolucionario ruso, los rasgos de amor al pueblo (presentes en muchos intelectuales revolucionarios rusos cuya dulzura y disposición a los sufrimientos podría decirse que no encuentran parangón en los tiempos del primer cristianismo) se mezclaron con otros rasgos diametralmente opuestos, también presentes en muchos revolucionarios reformadores rusos: el desprecio y la inflexibilidad hacia el sufrimiento humano, la admiración por el principio abstracto, la firme voluntad de aniquilar no solo a los enemigos sino también a los compañeros de causa apenas se desviasen un poco en la interpretación de aquellos principios abstractos. La sectaria dedicación a alcanzar el fin propuesto, la disposición a aplastar la libertad viva, la libertad presente, en nombre de una libertad imaginaria, a destruir los principios morales cotidianos por los del futuro” (225).
Miles de campesinos han muerto.
«Está claro que nuestro destino no era ser felices»
Eran hombres
“Esos hombres no deseaban el mal a nadie, pero habían hecho el mal toda su vida”, solo “habían traicionado, calumniado, renegado porque, de no haberlo hecho, no habrían sobrevivido, estarían muertos. Pero con todo, eran hombres” (276), a lo que líneas después añade: “¿Por qué había sido tan dura su vida? No había predicado, no había enseñado; había seguido siendo lo que era desde su nacimiento: un hombre” (277). Cuando Nikolái Andreyévich regresa a su casa, su madre ya no vive. Miles de campesinos han muerto de hambre en una tierra feraz. “Está claro que nuestro destino no era ser felices en este mundo” (195). Es difícil no pensar en Se questo è un uomo de Primo Levi en Auschwitz. Eran hombres. Así los reconoció el último kantiano, un perrillo del Lager. Eran hombres.