Transformar el mundo en reino
En una época de profundos cambios, transformó al ser humano dotándolo de una mirada al servicio de una humanidad herida. Hoy, seguimos estando invitados a contemplar este mundo con esa mirada.
Son solo los primeros quinientos años. Pareció por aquellos entonces que el retorno a las letras humanas de la antigüedad estaba fundando un humanismo integral, en el que la persona es toda de Dios y eminentemente humana. Pero ese humanismo tenía un germen de separación y acabó siendo un humanismo antropocéntrico, ignorante primero, negador después, de aquella integralidad teocéntrica, de la unidad de todo en Dios.
Para san Ignacio de Loyola (1491-1556) nunca hubo dualidad. Casi todos los que nacían por entonces pensaban que la tierra era plana, aunque poco a poco iban incorporando las nuevas miradas sobre este mundo. San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios espirituales, aún duda, como muestra la frase “toda la planicia o redondez de todo el mundo llena de hombres” (Ejercicios espirituales 102; esto seguramente se escribió entre 1538 y 1540).
A unos veinticinco kilómetros de la casa-torre de Loyola, en la costa, en Getaria, había nacido seis años antes el peregrino y marinero Juan Sebastián Elcano (1486-1526), el primero en dar una vuelta al mundo (“primus circumdidisti me” decía una carta escrita por el navegante de Getaria en 1522 desde Sanlúcar de Barrameda) en la expedición de Magallanes-Elcano, al quedar al frente de ella tras la muerte de Fernando de Magallanes. San Ignacio de Loyola nació medieval y se transformó plenamente en un hombre de los tiempos modernos, rodeado de la lucha de espíritus que invadía esa época, sedienta inmoderadamente de innovaciones, prometedora de continuos descubrimientos y avances, amenazante por algunas precipitaciones sin retorno.
San Ignacio de Loyola fue hombre de mundo, antes de ser hombre de Dios, porque debía actuar en aquel y, para ello, debía conocerlo y poder hablar su lenguaje. Transformando al hombre de mundo en hombre de Dios, Dios “ganoso” de dársenos, devolvía al mundo un instrumento para transformarlo en reino de Dios. Quien así habló hace ciento veinte años en Manresa fue el obispo de Vic, Josep Torras y Bages (1846-1916), quien decía de san Ignacio de Loyola que “era un instrumento y no sabía a dónde iba”. Podría parecer que fue así. En aquella ciudad, pronto le llamaron hombre santo, también “l’home del sac” y, años después, aún se recordaba en el monasterio de Montserrat a “un loco por Cristo” que por allí pasó. De aquella montaña había bajado un día de la Encarnación de nuestro Señor del año 1522, hace cinco siglos. Quería llegarse a la ciudad próxima.
Tu manera de mirar
La peste duró el resto del año 1522 en Barcelona; la peste hizo lo que faltaba. Permitió que el tiempo se curvase y la herida sanase, no para dejar ser herida, sino para ser cicatriz de fortaleza y mirada de ternura. Comenzó la transformación más honda de la sensibilidad de Íñigo de Loyola como aún era reconocido y se llamaba. Así podía comprender a qué proyectos le había llamado quien le esperaba en Jerusalén, en Barcelona, en París, en Venecia, en Roma o en tantos otros lugares. Era el mismo Cristo que llevaba con Ignacio la cruz al servicio de la comunidad trinitaria y de la humanidad herida.
Nosotros, como el peregrino, somos invitados a contemplar este mundo con ojos nuevos. Pedro Arrupe y Gondra (1907-1991), sacerdote jesuita bilbaino y prepósito general de la Compañía de Jesús entre 1965 y 1983, pedía: “Dame, Señor, tu manera de mirar”; y la recibió: “Nos enseñó a mirar el lado bueno del mundo”. Si aceptamos esta manera de mirar, la del Señor, la de san Ignacio de Loyola, la de Arrupe, sabiendo que somos portadores de heridas que nos hacen más humanos, como aprendió el peregrino, podremos ver todas las cosas nuevas. Solo entonces podremos recibir aquella vocación de transformar el mundo reino de Dios.
Nosotros, como el peregrino, somos invitados a contemplar este mundo con ojos nuevos