Vulnerables
De cómo la vulnerabilidad ha desvelado su ocultamiento a raíz de la experiencia de la pandemia y se nos aparece, así, como un nuevo reto educativo.
Mucho y muy variado en valor se ha escrito sobre esta pandemia. Creo que ninguno de los escritos que he leído sobre el tema ha dejado de subrayar que esta experiencia nos ha descabalgado de una cierta prepotencia antropológica. Es esta una constatación generalizada, aunque no estoy muy seguro de que tomemos buena nota de ella. Ciertamente, ya habían aparecido algunas voces previas a la pandemia haciéndose eco de la realidad frágil y enferma de nuestro mundo, llamando a la necesidad de cambiar el paradigma del progreso por el del cuidado. Estas tendencias han cobrado toda su fuerza en esta época cuando hemos vivido en carne propia nuestra debilidad e impotencia. Una autora tan imprescindible como Adela Cortina ya había hecho evolucionar su propuesta de ética comunicativa y del diálogo hacia una ética cordial y, en su último libro, habla explícitamente de la vulnerabilidad que nos constituye. Y así propone un reconocimiento cordial o compasivo como un componente esencial de la dimensión experiencial del reconocimiento del otro. Otro autor más reciente, Josep Maria Esquirol, nos vuelve a proponer su visión radical sobre el ser humano y su verdad: “En la debilidad, en lo humano, en la vulnerabilidad late el pulso de la verdad”. Su “filosofía de la proximidad” sitúa como uno de los elementos de la radicalidad de lo humano el repliegue del sentir y herida infinita.
Esta característica intrínseca del ser humano está bien apuntada en la visión cristiana de la persona reflejada en los primeros capítulos del Génesis. Cuando Dios salió en busca de Adán y Eva, tras su acto de desobediencia, la respuesta de Adán es profundamente reveladora: “Oí tus pasos en el huerto, tuve miedo y me escondí, porque estaba desnudo”. La desnudez, símbolo radical y definitivo de la debilidad, como rasgo radical de nuestro existir y el miedo como manifestación permanente de este ser. Me ha gustado desde hace años utilizar la palabra labilidad para nombrar este nuestro ser y estar, a la intemperie, desnudos, incompletos y necesitados. No olvidemos que este relato no está escrito para explicar cómo ocurrieron las cosas, sino para mostrar cómo realmente son. Y todos nosotros estamos instalados en la desnudez, ateridos de frío y de miedo.
La vulnerabilidad como educadores
Las preguntas pertinentes brotan de inmediato: ¿cómo vivimos esta realidad humana en nuestro ser de educadores? ¿Partimos de esta necesidad básica que tenemos de ser con otros y para otros? ¿O quizá estamos instalados en un cierto aislamiento ingenuo en el que dominamos los recursos y nos comportamos de manera autárquica? Y lo que es más imperioso: ¿cómo influye esta visión del ser humano en nuestra manera de ser y estar con los alumnos? ¿Los contemplamos bajo este prisma antropológico? ¿Cómo integramos esta realidad humana en nuestra tarea?
A veces imagino que nuestros alumnos nos hablan y nos dicen: no necesitamos que se nos expliquen muchas cosas, sino que se nos haga compañía. Todo empieza con el reconocimiento. Hay que trascender el primer impacto para alcanzar a la persona que se esconde detrás de las apariencias. Para reconocer hay que desaprender aquella primera idea que nos hicimos. Solo así se abrirá paso poco a poco el vínculo, auténtica clave de la relación educativa, y entonces, solo entonces, se podrá iniciar el acompañamiento, que es el verdadero paradigma de la educación. Solo caminando con ellos seremos capaces de curvarnos sobre su vulnerabilidad. No resulta fácil mostrar a nuestros alumnos que solos no podemos. Que a diferencia de los machacones mensajes de series, publicidades y youtubers, la vida está transida de una debilidad estructural. Y que esta realidad, lejos de llevarnos a la depresión y a la impotencia, nos abre a la necesidad del vínculo. Del encuentro con el otro y, mucho más radicalmente, con el Otro que conoce como nadie nuestra extrema vulnerabilidad y ha puesto todo su amor a nuestra disposición.