La humildad, ¿virtud laica?
En un contexto fuertemente predominado por las tecnociencias, es fácil sucumbir al mito de que todo es posible. Sin embargo, esto choca frontalmente con el reconocimiento de la fragilidad, de la finitud.
En sentido laico, la humildad, como el perdón, nace de la racionalidad humana en su uso práctico. Se sitúa más acá de la prosa espiritual. Cuando uno se percata de las carencias de su ser, de la labilidad de sus actos y de sus errores, descubre el valor de la humildad. También existe la virtud del perdón en el plano laico. Uno lo descubre cuando se da cuenta de que perdonar es liberador, cura heridas, permite empezar de nuevo y reconstruir los vínculos interpersonales. Para todo ello, no es imprescindible la fe en un Dios personal, tampoco abrazar el dogma, solamente haber vivido.
Esta estrecha relación de la humildad, y, por extensión, del perdón, con las tradiciones espirituales del libro pesa negativamente sobre ella, especialmente en un contexto caracterizado por el eclipse de Dios, en palabras de Martin Buber (1878-1965), y por un acelerado e implacable proceso de secularización axiológica y espiritual. Grandes conceptos y nociones de herencia judeocristiana han sido barridos del imaginario colectivo, pero, con ello, también su trasfondo profundamente humanista.
Sin embargo, los pensadores contemporáneos más perspicaces que vindican una ética de las virtudes en pleno siglo xxi y en un plano estrictamente racional no se olvidan de la humildad, ni del perdón, a pesar de sus raíces nítidamente espirituales. Esta relectura, en clave laica, de virtudes que históricamente se han nutrido de los grandes relatos religiosos constituye un acierto, un ejercicio intelectual de depuración y de discernimiento. En un contexto fuertemente predominado por las tecnociencias, es fácil sucumbir al mito de que todo es posible. El axioma formulado en positivo reza así: todo es posible. Formulado en negativo: nada es imposible.
Este lema está profundamente enraizado en el imaginario colectivo contemporáneo y está claramente a las antípodas de la cultura del límite, de la frontera y de la fragilidad. Este lema no solo circula a toda velocidad por escaparates digitales y analógicos como eslogan publicitario, sino también como filosofía de vida del ciudadano común. Se ha impuesto como una tendencia de moda que abarca campos tan dispares como la vida profesional, el deporte o la lucha por la eterna juventud. El ciudadano ha llegado a creer que para él todo es posible, que nada es imposible si se lo propone, que puede hacer realidad cualquier propósito por difícil y arduo que sea.
La humildad nace, pues, como un fracaso,
como una herida
Reconocimiento de humildad
Sin embargo, este axioma choca frontalmente con el reconocimiento de la fragilidad, de la vulnerabilidad y de la finitud. La humildad empieza a latir, precisamente, cuando uno se percata de que no lo puede todo, de que no lo domina todo, de que no puede superar todo cuanto se proponga. Y eso tiene lugar en las crisis, ya sean personales o colectivas. La que estamos padeciendo, tanto a nivel global como regional, es una ocasión especialmente idónea para erradicar del imaginario colectivo este axioma para superhombres y realzar la virtud de la humildad. La humildad nace, pues, como una derrota, como un fracaso, como una herida.
Si uno examina, honestamente, tanto su vida como la de sus semejantes, es fácil que llegue a esta conclusión y que el axioma en cuestión se volatilice por los aires. Con el paso de los años, uno se da cuenta de que no todo es posible, de que existe lo irreversible, lo irreemplazable, el límite que no puede ser transgredido y de que ese límite no es elástico, ni blando, ni imaginario, sino duro, persistente y real. La humildad es una virtud discreta, prácticamente olvidada en la posmodernidad y, sin embargo, tiene una profunda afinidad con los grandes vectores de nuestro tiempo, con la incertidumbre, con la debilidad de la razón, con la vulnerabilidad de las instituciones, con la falibilidad de los sistemas, con la sociedad del riesgo, con el agotamiento de los recursos; en definitiva: con la sensación de vértigo que siente el ciudadano frente al mundo que lo circunda.