Cuarenta años
“Sirvió, pues, Jacob por Raquel siete años, que se le antojaron como unos cuantos días, de tanto que la amaba” (Gn 29,20). Siete no son cuarenta, pero la hondura del simbolismo literario enseña que los números pueden apuntar al alma de las cosas. El hecho es que yo me siento un poco Jacob, enamorado, seducido. Tanto que llevo dando clase en centros públicos los cuarenta años de Religión en democracia. Mi aventura empezó en el curso 1974/75, cinco años antes. Sin más mérito que este, me invitaron a participar con una ponencia en el curso “Clase de Religión y democracia”, organizado por la Delegación de Enseñanza con el Colegio Profesional de la Educación, en la Universidad de Otoño. Cuarenta años a pie de aula “y sin asomo de arrepentimiento”, le decía al periodista que se interesó por la ponencia, pues llevo varios años de prórroga, disfrutando de la jubilación dando clase. Debe ser el hipnotismo de un número que jalona toda la historia de la salvación (diluvio, Moisés por el desierto, en la cima del Sinaí, ciclo de los jueces, reinados de Saúl, David y Salomón, Jesús conducido al desierto y apariciones resucitado). Número de la preparación y de la prueba. Y vaya si sabe esta bendita clase lo que es pasar por la prueba. ¡Cuántas historias, bellas historias, podían contar tantos compañeros de lo que es pasar por la prueba! Y seguro que convenía que así fuera, como está escrito, para que la belleza que la orna reflejara la belleza del novio. Quizá, a fuerza de repetirla, el profe ha aprendido también la lección, “que, para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día” (2 Pe 3,8). Es número de esperanza, el tiempo de Dios, que percibía la alumna en “una clase llena de paz y tranquilidad, como en armonía con el resto del universo”, que da trascendencia al curso de los días.