El charco y la fuente
“Cómo quiés contimparar / un charco con una juente, / sale el sol y seca el charco / y la juente permanece”. La leí de muy joven, no sé dónde.
Se me quedó sola. La coplilla me ha venido ahora a propósito de un padre preocupado, y ocupado, en la educación de su hijo: “Contarle a un niño de nueve años la pasión, muerte y resurrección de Cristo es uno de los mayores retos que he vivido como escritor, y de los más estériles, porque no se puede transmitir una religión sin fe”. Considera los evangelios una buena historia. Pero no se contenta con unas historias que le den a su hijo acceso a una comprensión formalista, plana, del mundo que le rodea y le habita. Y quiere que al entrar en el charco del Prado tenga ojos cordiales para un diálogo vital con el alma que late en el Museo. No quiere que su hijo entre en un almacén. Cultura convertida en simple erudición. Vivir es convivir. Busca excelencia, la fuente que da vida al charco. No quiere aguas muertas. No he dicho que el escritor confiesa en su artículo: “Sus padres somos ateos”. Y que a él nunca le enseñaron nada de esto en casa. La vida se encarga de mostrarlo. Quien piense que la cultura es mero consenso, mercancía a la postre, ha olvidado la pandemia. No presta atención. No es opcional vivir sin lo otro, sin el otro. Ya en los lejanos ochenta del siglo pasado, nos lo explicaba en clase de Religión la joven y jovial misionera laica asesinada en El Salvador, en la película Elecciones del corazón (1983). En el horror de su pasión, canta Joan Báez el misterio pascual con el poeta: “Llegó con tres heridas, / la del amor, la de la muerte, la de la vida” (Miguel Hernández). Luego Romero (1989). Y Llegaron de noche (2022), un canto a Lucía, la heroica testigo de la verdad del martirio de seis jesuitas, profesores universitarios, y dos empleadas, convertidos en luminoso pregón pascual.