¿Por dónde empezamos hoy la clase de religión?
Si preguntásemos a los alumnos, su método comenzaría directamente por Dios o por la Iglesia o por temas estrictamente religiosos. ¿Esta es realmente la forma adecuada dado nuestro contexto y realidad secularizada?
Ramón Lucas Lucas tiene en Sígueme un libro extraordinario, sobre el que convendría hacer algún seminario o reflexión compartida entre profesores. En la colección de manuales, con el título “El hombre, espíritu encarnado”, el autor nos ofrece una antropología filosófica fundamental. Mi propuesta, a la hora de comenzar las clases de Religión es siempre, pero quizá muy especialmente hoy dado el contexto secular en el que vivimos, empezar por la persona.
Siguiendo la metáfora de Rosenzweig en su maravilloso “Librito del sentido común sano y enfermo”, la clase de religión sería una invitación -que no se encuentra formalmente en ningún otro espacio educativo- a emprender la subida de la montaña de la persona, de la singularidad de cada persona. De modo que, desde ahí, se oteen otras dos cumbres imprescindibles de nuestra realidad: el mundo y el Dios. En el Librito, en cierto modo antesala extraordinaria de “La estrella de la redención”, se propone una terapia para el entendimiento enfermo que consiste -dicho muy rápidamente- en hacer camino sin ahorrarse esfuerzos y pese a la debilidad en la que nos encontramos.
Creo que el modo de comenzar las clases sería este: hablando de la persona, de nuestra existencia compartida, de nuestra condición humana. Procuro buscar esos puntos en los que ya estamos inmersos en la pregunta que somos, en el drama de nuestra libertad y la alegría de la fraternidad, de modo que los términos que después empleemos para cualquier otro asunto tengan una conexión práctica con la vida real y viviente de los jóvenes. Por lo tanto, las preguntas ocupan un lugar preeminente y fundamental.
Desde la persona se tienden muchos puentes y miradas, con grandes horizontes. Tanto en el campo de la inteligencia, de la acción y de la afectividad, en el de las relaciones y en el de la propia reflexión. Tender puentes, por tanto, desde esa “máscara” que somos por la vivencia propia del cuerpo y que se hace presente ante los demás dejando resonar en nosotros acontecimientos expresados en palabras.
En el diálogo, en el trato descubrimos que, según con quién tratemos, así nos van ocurriendo cosas que necesitan tiempo y se van cuajando con paciencia. Pero que la presencia del otro cercano es fundamental. No da igual, como insisto a los jóvenes, con quién tratemos al principio de nuestra juventud, como en la vida adulta. Las personas cercanas y a las que nos acercamos hacen resonar en nosotros vivencias de todo tipo. Unas sacan de nosotros lo mejor, o lo exigen. Otras, por el contrario, nos harán temer salir y exponernos, cediendo de este modo libertad y personalidad en nuestro desarrollo formativo.
No propongo, en absoluto, que la clase de “Educación espiritual o religiosa” caiga del lado de la antropología como una suerte de reducción inmanentista, emocional o ética. Pero sí creo que, si no se contempla a Dios desde lo humano, al modo como metodológicamente el cristianismo es esencialmente ese “método” hacia el Padre, se caerá rápidamente en una ideología o política o mística desencarnada. En la fuerza del cristianismo está inscrita la fórmula calcedoniana como momento “llave” para lo demás y antidialéctico contra toda reducción. Es la plena humanidad de Cristo, como insiste el profesor Gabino Uríbarri en línea con GS, la que mostrará al mismo tiempo la belleza, verdad y bondad de la propuesta religiosa cristiana.