En estas glosas mes a mes de las obras de misericordia, sea hoy escribir sobre la de “perdonar las ofensas”. Para la vida cotidiana, baste con comentar que nos damos por ofendidos a menudo por minucias y con denunciar los interminables odios cainitas por acciones que apenas fueron dañinas para el ofendido. Somos demasiado susceptibles, tomamos como injuria cualquier desdén, olvido o crítica. La ideología del “honor”, tanto la aristocrática como la rural, ha conducido a duelos con sangre, al asesinato del rival y de la pareja “infiel”, a venganzas entre familias e, incluso, entre países o, más bien, entre sus reyes o gobiernos a guerras con millones de víctimas. Hasta ahí la educación para el perdón de las ofensas resulta fácil. Ha de centrarse en desmontar esa perversa ideología y en reforzar la autoestima de los educandos para no darse por ofendidos, heridos, humillados por un quítame allá esas pajas. La vida escolar depara muchas ocasiones (peleas y roces entre alumnos) para esa educación.
No resulta tan simple, en cambio, ante ofensas mayúsculas. Para la mujer que ha sufrido una violación o para aquel a quien le han asesinado a su pareja, a un hijo, a un padre, ¿qué significa perdonar al criminal? ¿Olvidar? ¿Habrá que abrazarlo? ¿Intentar que salga de la cárcel?
También niños y adolescentes pueden sufrir malos tratos devastadores: pederastia, acoso familiar o escolar (mobbing o bullying). Tras cortar por lo sano (si hay algo “sano” en esos tratos) desde la autoridad competente, ¿en qué habrá de consistir perdonar? En esta sencilla columna no cabe dar y razonar respuestas para situaciones en verdad extremas. Quede esto para un máster de grado superior en ética. O para exegetas del padrenuestro: “Perdónanos como nosotros perdonamos”.