Se cumple un año del inicial confinamiento, seguramente el trauma colectivo más grave para generaciones que no han vivido una guerra. Junto con las posteriores restricciones de actividades y movilidad, estos meses no han sido igualmente traumáticos para todos, pero, sin duda, han sido una experiencia bien dura para muchos, especialmente para quienes han estado hospitalizados, para los sanitarios en directo trato con los pacientes, para aquellos que han perdido un familiar. Sesgo propio de educadores ante cualquier experiencia, por negativa que sea, es preguntarse qué se ha aprendido de ella, en ella. La sociedad entera debería haber aprendido que la distancia física no debe llevar consigo distanciamiento emocional ni relajación del cuidado recíproco; que no abrazar a personas muy queridas resulta bien duro, pero que, a falta de contacto físico, las palabras pueden trasladar una carga de afecto no menos profunda; que además de las sanitarias hay otras actividades esenciales poco apreciadas, cuyos encargados (desde conductores de autobús hasta cajeros de supermercado y tenderos) merecen un reconocimiento también salarial que hasta hoy no han tenido; que el ocio y las muy respetables actividades superfluas pueden organizarse de otro modo, aunque todos tenemos muchas ganas de recuperar libertad para hacerlo a nuestra manera y como nos plazca. La comunidad educativa ha debido de aprender algo acerca de la necesidad de educación presencial para todos a la vez que de las posibilidades de la instrucción digital y los programas informáticos incluso para los pequeños. La comunidad católica también ha podido aprender que cabe celebrar muy piadosamente la Semana Santa sin procesiones. ¿Cómo hacer en lo uno y lo otro? Dejemos aquí al lector con su imaginación y su inteligencia.
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