Molokai, la isla del tesoro
El autor de La isla del tesoro (1883) no podía ni sospechar lo que descubriría seis años después de publicar su famosa novela de aventuras. La isla existía. En el Pacífico Norte. En el archipiélago más aislado de la tierra, Hawái. Una de sus nueve islas es Molokai. Cerca de Honolulú. Allí estaba el tesoro escondido (que hace buena la parábola evangélica) entre lo considerado campo de basura humana. Cuando Robert Louis Stevenson llega a Molokai (1889), acaba de morir días antes el padre Damián, el apóstol de los leprosos. El escritor escocés queda profundamente impresionado por la obra y la figura del misionero católico belga. Recorre la isla leprosería durante ocho días con la hermana Marianne, misionera también en la isla. Le admira lo guapa que es la monja, y canta en un poema su belleza interior: “Para ver la infinita compasión de este lugar / basta contemplar la extremidad mutilada, la cara destrozada / de las víctimas inocentes que sonríen en la banca, / un necio estaría tentado de negar a su Dios. / Lo ve y se retira; pero si vuelve a mirar otra vez / entonces, salta la belleza del seno del dolor. / Y fija a las hermanas en los litorales del sufrimiento. / E incluso el necio calla y adora”.
Tres años antes había publicado El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886). Y quiso la casualidad que fuera un reverendo Hyde, presbiteriano, quien propagara graves calumnias contra el padre Damián. Stevenson, también presbiteriano, salió en su defensa en carta abierta al pastor: “Nunca he admirado mi pobre raza tanto como ahora, y tampoco he amado la vida como lo he hecho en esa leprosería. […] El padre Damián es mi Padre, es el Padre de todos aquellos que aman el bien y habría sido también vuestro Padre si Dios os hubiera dado la gracia de entenderlo”. Este viaje aventura a Molokai se vive en clase de Religión como una actividad en busca del tesoro de la dignidad humana y una ecología integral.