Aprender a desaprender
Desde que nacemos, estamos aprendiendo. El aprendizaje se desarrolla a través de la reacción personal a los estímulos externos. Aprendemos por observación, por imitación y por influencia del entorno. Ese aprendizaje se acumula con el tiempo, se reorganiza con la llegada de nuevos pensamientos, conceptos y experiencias, y se jerarquiza en función de las preocupaciones e intereses del momento vital en el que estamos. Por eso podemos decir que el aprendizaje consta de dos movimientos: por un lado, la capacidad de acoger nuevos conocimientos y de relacionarlos con lo conocido y, por otro, la de acoger nuevos conocimientos y desaprender lo conocido. Quizá este último movimiento pueda resultar extraño: desaprender, ¿qué es? Este arte implica poner en duda nuestras creencias y conocimientos para poder comprender con más claridad aquello que pensamos que sabemos. Significa desechar aquello que nos impide valorar la realidad desde una mirada más abierta y crítica: abierta a diferentes opiniones y juicios, incluso a los que no están en sintonía con nosotros; y crítica porque nos obliga a reelaborar el pensamiento y evaluar lo que nos libera y lo que nos oprime. En cierta manera, el desaprendizaje suscita una pérdida de miedo a la transgresión que supone ir más allá de los límites establecidos por la sociedad o por uno mismo, y desafiar las convenciones sociales a la luz de un bien mayor. Una educación guiada por el Evangelio es una educación que desaprende las normas de la competitividad, la individualidad y la complacencia. Desaprende el consumismo depredador de las sociedades neoliberales y transgrede con la práctica del amor. Porque el amor, que es compasivo y relacional, desaprende rápidamente la hostilidad y aprende con alegría la solidaridad. El aprendizaje del amor en la escuela de hoy, decía Bell Hooks, es un aprendizaje transgresivo.